Sunday, August 12, 2012

Olvido (o falta de él).

“Pero no, no se olvida.
Por más que pongo a remojar tus huellas, no se quitan.”

El alba la sorprendió escondida entre las sábanas, oscuros mechones de cabello dispuestos de cualquier manera sobre la nívea tela de la almohada. Su respiración era acompasada, serena, como si en medio de su estupor no quisiera despertar a aquellos que dormían junto a ella. Los recuerdos, tan fuertemente entretejidos que formaban una persona en sí mismos, un ente que la atrapaba, la embrujaba, la deshacía y volvía a hacer a su imagen y semejanza; esos mismos recuerdos que la abrazaban por las noches y reflejaban el calor de una persona que alguna vez compartió su lecho y alegró sus días. Esos recuerdos la hicieron despertar, quemándole la piel con un roce que no estaba ahí.

Vania abrió los ojos, y el oro líquido en ellos brilló bajo la luz solar que se colaba en halos por la ventana.  El olor de las lilas y los naranjos en flor zumbaba en el ambiente, como atraído por la chica, que comenzaba a removerse, queriendo levantarse de la cama sin poder hacerlo. Resoplando, trató de mover un brazo y luego el otro, pero la carga de trabajo era extenuante, y la noche de descanso no había sido tal.

Era uno de esos días.

Mover un brazo, luego el otro. Respirar. Estirarse para luego sentarse, luego ponerse en pie y calzar las pantuflas que le esperaban al pie de la cama. Hacer la cama y bajar las escaleras (lo que incluía poner un pie después del otro mientras se agarraba a un barandal) para hacerse el desayuno. Luego se asearía. La lista de actividades pasó como un rayo frente a sus ojos, y la luz entraba por la ventana, y el ambiente olía a lavanda, los naranjos estaban en flor y podía oír el ruido de la podadora en manos del jardinero un poco más allá. Recordó que había contratado un jardinero, y el añadir esa presencia al conjunto fue suficiente para hacerla llorar. Saladas lágrimas salieron a borbotones de sus orbes y la subyugaron, condenándola a los dominios de su almohada.

Había plantado esas flores por las mismas razones que las detestaba ahora. Él había accedido a comprar una casa en la campiña, una blanca con pórticos y contraventanas azules y la había ayudado con el jardín, su jardín, persuadiéndola de plantar algunos naranjos y unas cuantas plantas de lavanda, porque eran las favoritas de su madre. Habían comprando la casa juntos, la habían remodelado y pintado, y habían vivido allí un año de pura alegría antes de que se apagaran las luces y ella despertara, un año después, sin fuerza de voluntad en una cama vacía y con un jardinero cuidando de las flores que, en condiciones normales, ella misma cuidaría.

Un pie después de otro, girar el pomo y mirarse al espejo.

¿Cuándo su rutina diaria se había vuelto tan abrumadora? ¿Cuándo había despertado llorando en medio de la noche por primera vez? ¿Cuándo se había resignado a quedarse en cama, a que esa parte de sí que le ponía en marcha se apagara? Sus cabellos de miel se abrieron en abanico sobre la almohada al recostarse de nuevo, la lista interminable de acciones a realizar danzando en confusos compases sobre su cabeza, mareándola.  Tenía todas las respuestas a esas preguntas y aún así no conseguía resolver los problemas que éstas arrastraban, como grilletes, alrededor de los tobillos.

Un fuerte sonido metálico la trajo de vuelta de su abstracción y Vania se irguió en la cama para descubrirse mirando a un par de ojos marrones que la observaban con reproche.  Los ojos estaban enmarcados por un par de cejas de curiosa forma y más arriba, donde terminaba la frente, una maraña de tirabuzones del color del chocolate más intenso caía en cascada hasta pasar las orejas; una quijada angulosa y un par de carnosos labios daban al aspecto del chico –una versión juvenil de aquel que añoraba- un aire de determinación. Nicholas cruzó los brazos sobre el pecho y enarcó una ceja cuando Vania se dio vuelta, el escozor de las lágrimas cerrándole los ojos.

¾¿Es eso lo que haces ahora? ¾ inquirió el muchacho en una voz cargada de decepción –Yacer en cama sin poder, no, ¾se corrigió, con el mismo tono despiadado¾ sin querer hacer nada. Porque es que no quieres, esa ventanilla que piensas que se ha cerrado misteriosamente, la has cerrado tú ¿La cuerda que se cortó? Tú sostenías las tijeras. Aún las sostienes ¿no las ves en tus manos?- Nicholas habló con tal seriedad que Vania bajó la mirada, esperando ver un par de tijeras. Y ahí estaban, fugaces, difuminadas por la ilusión, plateadas en su pasiva agresión.

>>Mírame-¾ordenó él, y Vania se vio atraída por su voz ¾Dime que vas a estar bien¾.

Vania casi obedeció, queriendo restaurar el orden natural de las cosas, pensando que con escuchar su voz y verle ahí, llegaría el sutil perfume de su presencia, ese aroma a cálido, a felicidad. A la sangre fluyendo en sus venas. Pero lo que estaba frente a ella era sólo un débil recordatorio de Nicholas, de su Nick, y se hacía más ligero cada vez que pestañeaba. Pronto desaparecería, y ella quedaría sola, con la misma convicción vacía de obedecerle si venía, si volvía, si quería herirla de la manera en que lo había hecho hoy bajo su apariencia juvenil.

Nick la miró intensamente, como si leyera su pensamiento, y su cuerpo pareció ensancharse y alargarse, sus cabellos se acortaron y la dura expresión se suavizó. La cama se hundió bajo su peso y las sábanas aspiraron el calor que emitía su cuerpo al gatear junto a ella y meterse bajo el mullido algodón del cobertor. Unos brazos fuertes halaron de Vania hasta meterla enteramente bajo las sábanas. Ahí todo estaba impregnado con su aroma; incluso después de haber sido lavadas mil veces, las almohadas seguían oliendo a jabón y gotitas de café en las páginas de un libro, a las toallas mojadas al salir de la piscina en un día soleado y al óleo que cubría casi cada porción del piso de su estudio en el ala oeste de la casa. Olía a él, a sus peculiaridades, sus comidas favoritas, sus talentos; olía a la forma en que su camisa se movía sobre los latidos de su corazón, olía a su cuerpo sudoroso al hacer el amor.

Olía a vida.

Vania se acercó un poco a él, acurrucándose cautelosa en sus brazos y pasando una mano, llena de callos, sobre la tenue línea de su cintura; luego recostó su cabeza en el pecho de Nick y trazó círculos hasta que el chico rió, quejándose porque le hacía cosquillas. Vania rió con él, consciente de que quizás ésta fuera la última vez que lo haría y se aferró a su presencia con una mano que inspeccionaba sus ahora cortos rizos.

¾¿Es así como lucías? ¾ inquirió, con ojos curiosos. Nick la miró, la misma penetrante calidez formando una pregunta.

¾¿Cuándo? ¾.

¾De chico, antes de conocernos¾ musitó, tratando de recordar las angulosas facciones del muchacho bajo la capa de ira en su rostro.

Aún de niño, Nick había sido guapo. No en la misma forma varonil y confianzuda de ahora, era algo menos notorio, más sutil. Su porte naturalmente autoritario se había magnificado con los años y los ojos que le miraban ahora eran los mismos que le juzgaban hace un rato. Quizás eran su desgarbada figura, la forma en que su cabello parecía no haber sido peinado y aún así lucía muy suave, cómo caían las ropas, libres en su figura pequeña. Nick no podía tener menos de dieciocho años cuando le vio, su voz era la misma, quizás despojada del tono sereno que tenía ahora. Hace un año. Vania se apretó contra él, queriendo sentir el calor de su piel y le arrugó la camisa al agarrarla con fuerza, como si de esa manera estuviera más cerca de persuadirle para que se quedara.

-Sí- contestó él, sacándola de su ensimismamiento, y algo en su voz le dijo que sabía lo que pasaba por su mente –Quizás un poco menos abrupto, más callado. Ojalá me hubieses conocido entonces. Estaba apenas convirtiéndome en el chico del que te enamoraste- sus palabras eran una invitación a sonreír, y ella lo hizo de buen grado, atesorando los pocos e inciertos minutos que le quedaban con él.

Cada vez que sentía el corazón de Nick latir bajo su toque, el gusto de Vania por aquella idea crecía un poco; después de todo, se dijo, quizás aún lo tendría con ella si las cosas hubiesen sido distintas. Quizás lo hubiese conocido un poco mejor, disfrutado más de su sonrisa, lamentado su muerte un poco menos y cuidado de sus flores algo más.

Se imaginaba sentada en su regazo, en su viejo Mustang negro, las manos en el volante mientras él pisaba los pedales y hacía los cambios porque no confiaba lo suficientemente en ella para cederle su bebé. El calor irradiaba de su cuerpo en ondas que robaban temblores a la muchacha y le hacían perder el control por momentos, ganándole reprimendas y sacudidas por parte de él, a las que ella respondía con risitas, principalmente causadas por el simple contacto de su piel con la de él y el tibio aire de su aliento en la nuca. Vania se imaginaba siendo feliz con Nicholas, una relación de inmadurez juvenil que luego evolucionaría en algo mejor. Algo mayor.

¾¿Crees que hubiese cambiado algo? ¾ Soltó como una ráfaga, sin salir completamente de su abstracción. Nick negó con la cabeza ¾¿Crees que te habría extrañado menos? ¾.

Una punzada de dolor recorrió su cuerpo y sintió cómo las alarmas en éste comenzaban a sonar y pitar, gritando a voces en su inaudible cacofonía que no fuera ahí, que obviara ese punto, que era un punto sin retorno. Que disfrutara del momento. La fuerza con que sujetaba la camisa de Nick falló y su mano cayó límpida sobre el pecho del chico, que se había tornado frío el segundo que lo dejó ir. Sus ojos se congelaron en medio de una sonrisa y el tenue brillo en ellos comenzó a apagarse hasta desvanecerse por completo, dejando las marrones orbes del muchacho fijas en el techo, mirando a todos lados y a ninguna parte. Todo estaba pasando tan rápido. Su corazón había dejado de latir y su piel comenzaba a tornarse azul, como una versión espantosamente real de Peter Pan. Y Nick era Campanita.

Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas como una lluvia a cántaros mientras sus manos palpaban el cuerpo del chico, frotándole las extremidades con el propósito de infundirle parte de su calor. Pero todo esfuerzo era fútil y ahí estaba Nick, la camisa hundida en diagonal, donde el cinturón de seguridad le había detenido el avance, la cabeza apoyada en su hombro, en un ángulo antinatural y unas manchas purpúreas agolpándose contra su tersa piel. Pronto se encontraba en el asiento del copiloto del Mustang de Nick, escuchando alguna canción de Costello mientras sus dedos tamborileaban en el tablero. Lo último que había visto era la sonrisa en los ojos de él, esa misma sonrisa que había compartido con ella momentos antes, cuando lo soltó.  Sus ojos se habían apagado de forma idéntica cuando el neumático mordió el hombrillo y él trató de recobrar el control.

No lo hizo.

Se estrellaron contra un árbol que resultó ser más fuerte de lo que ofrecía su aspecto y, con la canción aún sonando, Vania vio cómo la vida se escapaba de su esposo. Como se alejaba el alma de su Nick.

Los almohadones sofocaron sus lágrimas, como lo habían hecho millones de veces en el último año y Vania sintió, una vez más, el toque familiar y reconfortante de él en su hombro. Casi sentía sus ojos en ella y la débil pulsación de sus dedos, queriendo hacerla girar, atarla a él en un abrazo sin fin. Pero esta vez era diferente, esta vez algo había cambiado y Vania se sorprendió a sí misma negando con la cabeza. Dejándolo ir. El toque cesó y, tras otro año escondida entre las sábanas, Vania accedió a girar.

Nick se había ido.

Y esta vez era para siempre.

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Como parte de un regalo a mi amiga Vania, que después de un año todavía está en obras, escribí esto hace varios meses, con el propósito de incluirlo. Está dedicado a ella y en ella pensé al escribirlo, pero siéntanse libres de leer y ponerse en su lugar si así lo desean.

Les quiere, 

Luisa.

Tuesday, August 7, 2012

Infinito.



Un sinfín de emociones maniobra con cuidado en la curva peligrosa de tu mejilla y acelera en línea recta en el ángulo de tu barbilla para derrapar en el hoyo de tu cuello. Se precipita luego al valle de tus pechos y se pierde en la lejanía, evaporándose antes incluso, de tocar los retazos de piel escondida bajo la tela a la que te aferras. Tu labio tiembla, un cinco en la escala de Richter (¿pero quién lleva el registro?), y las aletas de tu nariz se dilatan y contraen al ritmo de tu estrujado corazón. Te oigo suspirar, y juro por Dios que es la cosa más hermosa que he escuchado, así que te beso y robo otro suspiro. Te abrazo y apoyas tus cabellos de oro en mi pecho estable. Siento tus labios merodear mi corazón y una lágrima perlada quedarse enganchada en el tejido de mi suéter.

Es verano en la ciudad y la humedad nos hace sudar, las ropas se nos pegan al cuerpo y en medio del abrazo, siento la mirada de la gente en nosotros. Ambos vamos de invierno, adelantando estaciones (¿O las estamos atrasando?), haciendo lo que podemos con el tiempo que se nos ha dado. Creo que pretendes que nos conocimos antes, creo que lloras porque no lo hicimos. Te seco una lágrima e inhalas ruidosamente, como diciendo que te has cansado. Me quedo perplejo al pensar que quizás he sido yo, que te has cansado de mí; y a pesar del dolor que causa la idea, me alegro porque no has dicho que te has cansado de ésto. De nosotros. Con un hipido que pretendió ser sollozo, rompes a llorar copiosamente y nos veo inundados por tus emociones, cerrando a cal y canto la puerta a la expresión de las mías.

Tengo que ser fuerte para ti.

Tengo que abrazarte, sostenerte en una pieza hasta que no haya peligro de que te rompas. Tengo que asegurarme de que entiendas que incluso aunque te suelte, seguiré soñándote, besándote y haciéndote reír. Tengo que explicarme bien al decirte que el tiempo no hace la diferencia. Nosotros sí. Porque sí la hacemos ¿verdad? Ésto vale, nosotros valemos, y pasará lo que deseemos incluso cuando no. He dicho eso en voz alta, lo sé, lo veo en tus pupilas y ruego internamente por una confirmación, vaga incluso, de que piensas lo mismo que yo, que estamos en la misma página. Espero,  y por un momento pienso que estás asídecerca de darme lo que anhelo, pero no lo haces y descubro que vestimos de invierno porque eso es lo que somos; ha pasado ya de largo el verdor de la primavera y las notas doradas en el suelo otoñal. Somos invierno, llenos de vientos huracanados y lluvias garrafales, copado de gélida, compacta y agobiante nieve allá donde no estamos, donde no nos extrañan. Donde no me extrañas tú. Te alejas, y ante mis ojos eres verano otra vez, quizás primavera ¡Y es que tan rápido floreces! Pero yo me marchito, lento pero seguro, y mantengo en el pensamiento (¿lo haces tú?) ese momento en que juramos ser infinitos.
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¡Hey! Seis meses sin pasar por aquí, es muy probable que no quede ninguna de ustedes por ahí, pero si están, se los agradezco mucho. Espero que esto sea de su agrado.

Con cariño, 

Luisa.