Pasado
el saludo y las interacciones iniciales,
me preguntas como estoy ¾Bien ¾ respondo, mis pies haciéndole cosquillas a la nada, chapoteando
en el mar del vacío. Estamos sentadas a tal altitud que veo esos bonitos
departamentos que se encuentran a dos calles y aquel cerro al que solíamos ir
de noche cuando no era más que una cría. Y me pregunto, como no he podido dejar
de hacer en más tiempo del que puedo contar, qué pasaría si no solo mis pies estuvieran
allí afuera, si caer se sentiría tan bien como dice el viento que lo hace o
resultaría tan aterrador como gritan los libros y la memoria.
Te
he mentido consistentemente desde hace varios meses. No creo que nunca haya
estado bien en el sentido estricto de la palabra, ese que se ríe a carcajadas
cada vez que la utilizo por la obviedad del engaño. No, nunca he estado bien,
pero he estado mejor. Y la verdad es
que ya casi me rindo, ya casi no puedo. El miedo y las consideraciones se tornan nimios ante
mis ojos, un envase con agua y sal enfrentándose a la arena absorbente. Ya no
me basta ver tus ojos para sentirme en casa, no me bastan tus abrazos para
acunar mis penas hasta que se duermen. Ya no bastas tú.
No, no es tu
culpa; te lo diría si lo fuera. Aunque tampoco eso es verdad. No te lo diría
porque no puedo arriesgarme a que te sientas como yo: sin fuerzas en un mundo que
empuja, sin voz en un entorno que habla a gritos, sin ojos en un universo
visual. No podría arriesgarme a que cayera sobre ti esto que te cuento sin
contarte, mientras el silencio (¿es silencio cuando se habla sin realmente
expresar nada?) se apodera de nuestra conversación y caemos sobre nuestras
espaldas a observar el cielo nocturno. Siempre fuiste una estrella. Leí en
alguna parte que hay unas que están muy lejos y se tornan rojas ¿o son las
estrellas viejas quienes lo hacen? El caso es que lo hacen, y se tornaban de un
rojo muy especial. Infrarrojas. Y ya no las vemos aunque estén aún ahí. Creo
que eso es lo que pasa contigo y conmigo; antes brillabas pero luego te
alejaste o envejeciste y no te veo, tu brillo no es perceptible, el universo se
expande tal como lo que llevo dentro y tu lucecita infrarroja de estrella no
puede tocarme ya.
Te digo esto
sin decírtelo porque creo que lo mereces. Mereces saber que me retuviste acá y
me proporcionaste calidez y una excusa para quedarme, para que la valentía (de
eso todavía no estoy muy segura ¿soy valiente por quedarme o cobarde por no
irme?) me engullera, para reunir las fuerzas que pude juntar. Para sobrevivir.
Pero en ella encontré una clase distinta de coraje; en medio de la oscuridad de
sus entrañas encontré sombras del más cerrado ébano y son ellas quienes me
llevan hoy, tomada de la mano hacia un remanso de la paz del cobarde. No eres
tú, pero sí lo fuiste una vez, no eres quien me lleva, pero sí quien lo evitó y
ya no puedes. He aprendido que las ataduras sólo te entorpecen hasta que
aprendes a moverte en ellas y eso hice y ahora huyo. Huyo de tus ojos y de tu
voz y de la caricia permanente de tu abrazo. Huyo porque es más fácil no
tenerte que hacerlo y encontrar en ti sólo el combustible justo para pasar el
día. Huyo porque depender de ti es una agonía. Porque tu luz infrarroja no la
veo, porque tu abrazo me duele y tu mirada me lastima. Huyo porque eres
felicidad y ellos no, porque eres alegría y estás desapareciendo. Porque hay
cosas más fuertes que la bondad en tus gestos. Me voy porque ya no eres
suficiente y la que lo siente soy yo, aunque
no estés exenta de penas, porque traté de que lo fueras y lo quise desesperadamente;
quise quedarme por ti y durante un minuto lo hice.
Ahora caeré y
el viento susurra que es divino, aunque lo que me espera abajo no lo sea en
absoluto. Me voy. Te amo. Me voy. Lo siento.