Su mano cae en
la de él, amplia y tosca, y es envuelta por cuatro dedos callosos que le
acarician con finura. El corazón le salta en el pecho, sin poder situar la
causa de su conmoción, o la de la tibia
corriente que hala de ella hacia arriba, a mirarle sin disimulo el rostro
compuesto de ángulos abruptos. El cuadrado de la barbilla y el gancho afilado
de la nariz, e incluso la dureza de sus pómulos de mármol, parecen suavizarse
bajo su atenta contemplación, y Andrea se sabe enamorada, con la certeza furiosa
y cabal del infante que descubre algo nuevo y maravilloso.
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Él
la toca en la penumbra; palmas secas bajo su falda plisada, y Andrea se siente
en el cielo cuando sus labios rozan su clavícula. Apenas puede adivinar la forma de su rostro,
pero ve sus orbes con toda claridad: un par de fuegos fatuos fulgurando sobre
lienzo negro, que amenaza con beberse el azul de sus pupilas cada vez que sus
pestañas barren sus mejillas.
Lo
besa con devoción, con amor, con la urgencia de probarse digna de tan íntimas
atenciones, y sus uñas van a clavarse a su espalda descubierta, arrastrando en
líneas rojas la efervescencia de su pasión. Se siente frágil en sus brazos,
atrapada entre él y la pared, recibiendo ávida su contacto y desesperada en su
austeridad, que le impide acercarse más, besarle más profundamente, quererle
como quiere hacerlo.
Andrea
desfallece en gemidos que ahoga con los dientes, dedos de pianista enredados en
su cabello cuando no encuentra en su espalda algo a que aferrarse. Lo siente en
ella, saturando sus sentidos y enturbiando la mente en una niebla donde sólo
residen su voz y sus manos, tibias, contra sus pechos incipientes –Te amo, te
amo- solloza en éxtasis, a punto de derrumbarse, y es tan poco consciente de lo
que dice como de la sonrisa triste del muchacho, escondida a media luz.
Hacen ya
muchos meses que él se ha ido; Andrea todavía llora su ausencia. Lágrimas de
sal bautizan el aniversario de su pecho contra el de ella y arremeten contra el
niño que ahora yace en su regazo, recordatorio de una misericordia vacua de
todo agradecimiento. Le estruja la mejilla con suavidad, queriendo quitar un
resto de leche, y el chiquillo abre los ojos, par de fuegos fatuos rutilando en
lienzo blanco. Andrea contiene el aliento y se inclina a besarle, pidiendo a
quien escuche el regreso de su amado, a expensas del hijo.
A expensas de
su hijo.