Monday, January 14, 2013


Su mano cae en la de él, amplia y tosca, y es envuelta por cuatro dedos callosos que le acarician con finura. El corazón le salta en el pecho, sin poder situar la causa de su conmoción, o la de la  tibia corriente que hala de ella hacia arriba, a mirarle sin disimulo el rostro compuesto de ángulos abruptos. El cuadrado de la barbilla y el gancho afilado de la nariz, e incluso la dureza de sus pómulos de mármol, parecen suavizarse bajo su atenta contemplación, y Andrea se sabe enamorada, con la certeza furiosa y cabal del infante que descubre algo nuevo y maravilloso.
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                Él la toca en la penumbra; palmas secas bajo su falda plisada, y Andrea se siente en el cielo cuando sus labios rozan su clavícula.  Apenas puede adivinar la forma de su rostro, pero ve sus orbes con toda claridad: un par de fuegos fatuos fulgurando sobre lienzo negro, que amenaza con beberse el azul de sus pupilas cada vez que sus pestañas barren sus mejillas.

                Lo besa con devoción, con amor, con la urgencia de probarse digna de tan íntimas atenciones, y sus uñas van a clavarse a su espalda descubierta, arrastrando en líneas rojas la efervescencia de su pasión. Se siente frágil en sus brazos, atrapada entre él y la pared, recibiendo ávida su contacto y desesperada en su austeridad, que le impide acercarse más, besarle más profundamente, quererle como quiere hacerlo.

Andrea desfallece en gemidos que ahoga con los dientes, dedos de pianista enredados en su cabello cuando no encuentra en su espalda algo a que aferrarse. Lo siente en ella, saturando sus sentidos y enturbiando la mente en una niebla donde sólo residen su voz y sus manos, tibias, contra sus pechos incipientes –Te amo, te amo- solloza en éxtasis, a punto de derrumbarse, y es tan poco consciente de lo que dice como de la sonrisa triste del muchacho, escondida a media luz.
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Hacen ya muchos meses que él se ha ido; Andrea todavía llora su ausencia. Lágrimas de sal bautizan el aniversario de su pecho contra el de ella y arremeten contra el niño que ahora yace en su regazo, recordatorio de una misericordia vacua de todo agradecimiento. Le estruja la mejilla con suavidad, queriendo quitar un resto de leche, y el chiquillo abre los ojos, par de fuegos fatuos rutilando en lienzo blanco. Andrea contiene el aliento y se inclina a besarle, pidiendo a quien escuche el regreso de su amado, a expensas del hijo.

A expensas de su hijo.