Entraste por la puerta principal,
con un zing, un ¡bam! y los ojos llenos de figuras literarias; hechos de ónice,
decían, una noche sin luna. Agitaste el cabello, pagada de ti, y dejaste caer
ante mí la fragilidad que tan bien habías escondido. Una noche sin luna, de
hecho.
Eres la persona de las grandes
entradas, de las eternas sorpresas; la que muy bien alberga a la niña y a la
mujer en un pecho tan grande como el cosmos mismo. Te afianzas en los
corazones, en las almas, con garras que acarician y no duelen; nunca duelen. Eres
la del carácter volcánico y la mente de cristal, la que no se duerme en el
arrullo del propio ego, la inconsciente. Porque tan cabalmente ignara de tu
naturaleza fantástica, sólo tú, amor.
Bailas, saltas, ríes y lloras;
alguna vez me dijiste que querías volar y lo acepté en silencio. Eres
voluntariosa, decidida, y no te rindes sino es contigo. No vives la vida, la
peleas; con esos ojos de metáfora y la piel blanqueada por un sol ausente, frío,
que me enfría a mí también. Porque sabes, amor, que bajo él he descubierto, muy
tarde quizás, que no es aquí y no es conmigo con quien quieres estar; que tu
voluntad no es admirable, ni beneficiosa, sino nociva, y así la declaro de
ahora en más. Nunca, sobre el mar y bajo la bóveda celeste, había habido
persona alguna con una propensión tan afanosa a hacerse mal y por tanto concluyo
que a las peleas vas a perderlas y la vida la vives a muerte.
Y dime cómo, amor, puedo no velarte
si te sé muerta incluso en vida, a mano propia, a mano tuya. Me es difícil, no
llorarte si vives para matarte.
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