Saturday, March 16, 2013


Entraste por la puerta principal, con un zing, un ¡bam! y los ojos llenos de figuras literarias; hechos de ónice, decían, una noche sin luna. Agitaste el cabello, pagada de ti, y dejaste caer ante mí la fragilidad que tan bien habías escondido. Una noche sin luna, de hecho.

Eres la persona de las grandes entradas, de las eternas sorpresas; la que muy bien alberga a la niña y a la mujer en un pecho tan grande como el cosmos mismo. Te afianzas en los corazones, en las almas, con garras que acarician y no duelen; nunca duelen. Eres la del carácter volcánico y la mente de cristal, la que no se duerme en el arrullo del propio ego, la inconsciente. Porque tan cabalmente ignara de tu naturaleza fantástica, sólo tú, amor.

Bailas, saltas, ríes y lloras; alguna vez me dijiste que querías volar y lo acepté en silencio. Eres voluntariosa, decidida, y no te rindes sino es contigo. No vives la vida, la peleas; con esos ojos de metáfora y la piel blanqueada por un sol ausente, frío, que me enfría a mí también. Porque sabes, amor, que bajo él he descubierto, muy tarde quizás, que no es aquí y no es conmigo con quien quieres estar; que tu voluntad no es admirable, ni beneficiosa, sino nociva, y así la declaro de ahora en más. Nunca, sobre el mar y bajo la bóveda celeste, había habido persona alguna con una propensión tan afanosa a hacerse mal y por tanto concluyo que a las peleas vas a perderlas y la vida la vives a muerte.

Y dime cómo, amor, puedo no velarte si te sé muerta incluso en vida, a mano propia, a mano tuya. Me es difícil, no llorarte si vives para matarte.